El conflicto mapuche - y el que mantienen otros grupos indígenas - deriva de la necesidad de reconocimiento, una de las pulsiones más hondas de la condición humana. Esos grupos sienten que su identidad ha sido negada. Por eso el conflicto no cederá un milímetro si - con esa mezcla de ignorancia y de poder - se le sigue tratando como un caso de seguridad pública.
Carlos Peña
La llegada del bicentenario - no falta mucho - acentuará el conflicto con los pueblos indígenas. La muerte de Matías Catrileo y la huelga que mantiene Patricia Troncoso - se está dejando morir de hambre - son síntomas de un problema de amplias repercusiones acerca del cual en nuestro país hemos preferido cerrar los ojos.
A la política del olvido que se mantuvo durante más de un siglo, agregamos hoy la negación pura y simple.
Como si lo indígena hubiera sido asimilado sin violencia y sin exclusión. En suma, como si entre nosotros el pasado no se originara ninguna deuda.
Todos los pueblos, claro, construyen su memoria sobre un conjunto de tachas y borrones que dejan ver algunas cosas y ocultan otras. Así ha ocurrido siempre. Está en la misma índole de la memoria, ser - a la vez - un artefacto de recuerdo y un mecanismo de olvido. Las comunidades y los pueblos exigen a la memoria olvidar todo aquello que pueda hacer dudar de su propia existencia y de su propia legitimidad.
Como sugirió Nietzsche, cuando la memoria dice ¡recuerda!, el orgullo dice ¡olvida!
Y casi siempre gana el orgullo.
Nosotros, por ejemplo, olvidamos cuánta violencia y cuánta exclusión fueron necesarias para construir eso que hoy día llamamos estado nacional y del que, con razón sin duda, nos enorgullecemos.
La nación chilena fue el resultado de un gigantesco proyecto de homogeneización cultural que se llevó a cabo por las élites del diecinueve a fin de crear o constituir un público leal a las instituciones estatales. Ese exitoso proyecto de construcción de la nación exigió reducir el territorio del que disponían los pueblos originarios; esparcir el castellano forzando el olvido de la lengua materna por parte de muchos grupos; exterminar a algunos grupos o tolerar que se les exterminara; pacificar mediante la fuerza amplios territorios que se resistían a la aculturación; e imponer un cierto modelo de disciplina cultural y social.
En otras palabras, el revés del estado nacional fue una exclusión coactiva. Y es que - ya lo dijo Benjamin - detrás de todo documento de civilización se esconde un momento de barbarie. Tal cual.
Fue un muy exitoso proyecto. De eso no cabe ninguna duda. Y mientras se le ejecutó, cada una de las partes involucradas redefinió su identidad. A fin de cuentas, lo que cada uno es hoy día en Chile es resultado de ese conflicto, de ese choque, podríamos decir hoy, de etnicidades.
Pero, ya se sabe, lo que se olvida y se reprime tiende a veces a volver en acto. Es lo que los psicoanalistas llaman transferencia: la escenificación de lo reprimido.
Algo de eso es lo que está ocurriendo con el conflicto mapuche.
Por eso negar ese conflicto - a fin de cuentas, el retorno de lo reprimido - no surtirá ningún efecto. En vez de eso, encenderá una y otra vez los ánimos y arriesgará que quienes hasta ahora se mantienen al margen del conflicto entren a participar de él.
Lo mejor entonces es reconocer el problema, abrirse al diálogo, y adoptar medidas que salden la deuda de la memoria.
Durante el gobierno de Lagos, una comisión presidida por Patricio Aylwin sugirió un puñado de medidas sobre las que, quizá, haya que volver.
Entre esas medidas - ninguna de las cuales se adoptó entonces - se encontraba el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, la asignación de derechos lingüísticos y territoriales y acciones afirmativas para asegurar su participación política.
Todo eso, que parece un exceso inexplicable, ha ocurrido en otras partes del mundo que experimentaron heridas similares. Y es que la multiculturalidad hoy día no espanta a nadie, salvo a nosotros. Muchos estados europeos la asumieron de manera consciente, como ocurre con la civilizada Suiza, la tranquila Bélgica, la moderna Canadá o la cercana España. Otros están empeñados en ese proceso, como ocurre en la republicana Francia con Córcega o en las emergentes Nueva Zelandia, con los maoríes, o en Australia.
En nuestro país, en cambio, hemos preferido tratar los reclamos de esos grupos como un caso de simples reivindicaciones violentas. Nos negamos a ver que en ese conflicto hay algo que está a la base de la condición humana: la necesidad de reconocimiento. Y es que los pueblos, como los individuos, buscan que la certeza que tienen de sí mismos les sea devuelta por los otros.
Cuando ello no ocurre - lo dijo Hegel - hay peligro de incendio.
Fuente: El Mercurio, 27 de Enero 2008.
Carlos Peña
La llegada del bicentenario - no falta mucho - acentuará el conflicto con los pueblos indígenas. La muerte de Matías Catrileo y la huelga que mantiene Patricia Troncoso - se está dejando morir de hambre - son síntomas de un problema de amplias repercusiones acerca del cual en nuestro país hemos preferido cerrar los ojos.
A la política del olvido que se mantuvo durante más de un siglo, agregamos hoy la negación pura y simple.
Como si lo indígena hubiera sido asimilado sin violencia y sin exclusión. En suma, como si entre nosotros el pasado no se originara ninguna deuda.
Todos los pueblos, claro, construyen su memoria sobre un conjunto de tachas y borrones que dejan ver algunas cosas y ocultan otras. Así ha ocurrido siempre. Está en la misma índole de la memoria, ser - a la vez - un artefacto de recuerdo y un mecanismo de olvido. Las comunidades y los pueblos exigen a la memoria olvidar todo aquello que pueda hacer dudar de su propia existencia y de su propia legitimidad.
Como sugirió Nietzsche, cuando la memoria dice ¡recuerda!, el orgullo dice ¡olvida!
Y casi siempre gana el orgullo.
Nosotros, por ejemplo, olvidamos cuánta violencia y cuánta exclusión fueron necesarias para construir eso que hoy día llamamos estado nacional y del que, con razón sin duda, nos enorgullecemos.
La nación chilena fue el resultado de un gigantesco proyecto de homogeneización cultural que se llevó a cabo por las élites del diecinueve a fin de crear o constituir un público leal a las instituciones estatales. Ese exitoso proyecto de construcción de la nación exigió reducir el territorio del que disponían los pueblos originarios; esparcir el castellano forzando el olvido de la lengua materna por parte de muchos grupos; exterminar a algunos grupos o tolerar que se les exterminara; pacificar mediante la fuerza amplios territorios que se resistían a la aculturación; e imponer un cierto modelo de disciplina cultural y social.
En otras palabras, el revés del estado nacional fue una exclusión coactiva. Y es que - ya lo dijo Benjamin - detrás de todo documento de civilización se esconde un momento de barbarie. Tal cual.
Fue un muy exitoso proyecto. De eso no cabe ninguna duda. Y mientras se le ejecutó, cada una de las partes involucradas redefinió su identidad. A fin de cuentas, lo que cada uno es hoy día en Chile es resultado de ese conflicto, de ese choque, podríamos decir hoy, de etnicidades.
Pero, ya se sabe, lo que se olvida y se reprime tiende a veces a volver en acto. Es lo que los psicoanalistas llaman transferencia: la escenificación de lo reprimido.
Algo de eso es lo que está ocurriendo con el conflicto mapuche.
Por eso negar ese conflicto - a fin de cuentas, el retorno de lo reprimido - no surtirá ningún efecto. En vez de eso, encenderá una y otra vez los ánimos y arriesgará que quienes hasta ahora se mantienen al margen del conflicto entren a participar de él.
Lo mejor entonces es reconocer el problema, abrirse al diálogo, y adoptar medidas que salden la deuda de la memoria.
Durante el gobierno de Lagos, una comisión presidida por Patricio Aylwin sugirió un puñado de medidas sobre las que, quizá, haya que volver.
Entre esas medidas - ninguna de las cuales se adoptó entonces - se encontraba el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, la asignación de derechos lingüísticos y territoriales y acciones afirmativas para asegurar su participación política.
Todo eso, que parece un exceso inexplicable, ha ocurrido en otras partes del mundo que experimentaron heridas similares. Y es que la multiculturalidad hoy día no espanta a nadie, salvo a nosotros. Muchos estados europeos la asumieron de manera consciente, como ocurre con la civilizada Suiza, la tranquila Bélgica, la moderna Canadá o la cercana España. Otros están empeñados en ese proceso, como ocurre en la republicana Francia con Córcega o en las emergentes Nueva Zelandia, con los maoríes, o en Australia.
En nuestro país, en cambio, hemos preferido tratar los reclamos de esos grupos como un caso de simples reivindicaciones violentas. Nos negamos a ver que en ese conflicto hay algo que está a la base de la condición humana: la necesidad de reconocimiento. Y es que los pueblos, como los individuos, buscan que la certeza que tienen de sí mismos les sea devuelta por los otros.
Cuando ello no ocurre - lo dijo Hegel - hay peligro de incendio.
Fuente: El Mercurio, 27 de Enero 2008.
Enviado por: sergio Millaman sergiomillaman@gmail.com
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